Tuesday, November 27, 2007

LUTO (homenaje a Fernando Fernán Gómez)


Todos los que frecuentáis este blog, conocéis de sobra la veneración que siempre me ha inspirado Fernando Fernán Gómez. Debido a la triste noticia de su óbito, este blog se declara oficialmente de luto. No por relativamente esperada, teniendo en cuenta su edad, y su estado de salud, la noticia me ha conmovido menos.
Fernando Fernán-Gómez ha ascendido por méritos propios, los “altares laicos” de la cultura española del siglo XX.
Explicitar su inmensurable aportación al cine (como director y actor), a la literatura y el pensamiento español de los últimos 50 años sería una tarea larguísima que desbordaría ampliamente los límites de este pequeño rincón, y que, dada mi natural pereza (sólo el Futuro Bloggero)(http://bracecooper.blogspot.com/ )puede competir conmigo en ese terreno, se lo dejo modestamente el sinnúmero de admiradores que este grandísimo maestro tiene en la bloggosfera (1).

(1) Ver los artículos que le han dedicado mis amigos y amigas “virtuales” Desconvencida (http://desconvencida.blogspot.com/) los pasos que no doy (http://lospasosquenodoy.blogspot.com/) ,Atikus (http://atikus.blogspot.com/), y, sobre todo Ángel de la Cruz (http://losmuertosvandeprisa.blogspot.com/) que tuvo la oportunidad de conocerlo e incluso iba a dirigirlo en un breve papel que no pudo llegar a completar, en la que será su primera película con personajes de “carne y hueso”, tras una brillante carrera en el mundo de la animación.

Thursday, November 15, 2007

RECUERDOS (hace veinte años)

El "eléctrico" 28 realizando su interminable recorrido


Lisboa es el sabor a canela espolvoreada en los “pasteis do Belem”. Lisboa es un largo y caluroso viaje en tren, con trasbordo en Medina del Campo. Lisboa es calor por las mañanas y frío por las noches. Lisboa es mi cabeza entre sus piernas, descubriendo los secretos del amor. Lisboa son militares jóvenes tomando el cuartel do Carmo un 25 de abril. Lisboa es la utopía nuevamente frustrada. Lisboa es José Afonso entonando “Grándola, vila morena” esos mismos días de abril. Lisboa es compartir un “chá gelado” en una terraza de la Praça do Rossío.
Lisboa es perderse por la endemoniada geografía de Alfama, mientras las mujeres se gritan por los balcones.
Lisboa es que te roben la cartera en un tranvía.
Lisboa es encontrarse con una verbena en el “barrio alto”, la alegría de la gente, una tormenta de repente, el sabor salado de sus lágrimas tras un trueno inesperado, “no llores, no pasa nada, tonta, que sólo es un trueno”, mientras la abrazo y noto su piel cálida y temblorosa.
Lisboa es montarse en la línea 28 del “eléctrico” y dejarse llevar. Lisboa es que ella tenga frío, y se pegue a tu cuerpo buscando calor. Lisboa es confirmar que no me gusta el bacalao, y preferir unos huevos fritos con filete en un bar cutre del puerto. Lisboa es Pessoa (“El poeta es un fingidor/finge tan completamente/que hasta finge que es dolor/el dolor que de veras siente), presidiendo el “Chiado” desde “A Brasileira”. Lisboa son azulejos elegantes, mujeres morenas, Amaria Rodrigues cantando un “fado”. Lisboa es nostalgia viendo el Tajo correr desde la torre de Belem.
Lisboa es un “metro” inútil que se limita a subir y bajar por debajo de la Avenida de la Liberdade(*).
Lisboa es sentir su piel morena por primera vez tan cerca de mí. Lisboa es huir del calor sofocante de su jardín botánico que parece sacado de un relato de Lezama Lima. Lisboa es una lengua musical, hecha para cantar y llorar. Lisboa es sentir “saudade” mientras traquetea un tranvía. Lisboa es... la MELANCOLÍA.


(*) Este viaje a esta hermosísima ciudad data de 1987. Por aquel entonces el metro de Lisboa se reducía a eso: una línea que recorría la Avenida de la Liberdade, desde "el terreiro do paço" hasta el jardín botánico, ida y vuelta. Se que, sobre todo, a raiz de la expo de 1998, se amplió sustancialmente, por lo que este punto ha quedado un tanto "desfasado", y sólo es válido para esta personal remembranza.

Saturday, November 10, 2007

OLGA ME VUELVE LOCO

A mi admirado Julio Cortázar, sin ánimo de comparación pues siempre saldría perdiendo

A Marcel Proust, creador del genial personaje de Albertina, con el que exorcizó algunos de sus muchos fantasmas.

A Soledad

¡Qué barbaridad! Nada, siempre igual, no, si no se de qué me asombro. Media hora de retraso es lo mínimo. Y lo chiflada que está. Pero siempre me desespera su tardanza. Si a mi no me gusta, ni me atrae lo más mínimo. Y, sin embargo, no puedo quitarme de la cabeza la visión de mis labios depositándose en el hueco exacto y blando que se forma entre su clavícula y su hombro; y mis ojos deslizándose vertiginosamente por la desinencia de su pecho sonrosado. Y no me gusta esta mujer, conste, que está como una cabra, que es impuntual en extremo, que siempre me está metiendo en líos, que es tan poco recomendable, tan caótica, a la que no le conozco las piernas (por calor que haya, siempre con esos malditos pantalones), que ni siquiera es "mi tipo", tan distante, tan remisa al mínimo contacto físico, pero que, no se por qué (yo no le di ningún pie, lo juro) me dedicó aquel poema (lamentable , aunque nunca me atreveré a decírselo, faltaría más) en que insinuaba que me quería, y desde entonces no me la puedo quitar de la cabeza, se me aparece sin parar en mis sueños, y qué sueños, madre mía, no aptos para señoritas finas ni capellanes de los que mojan bizcochos en chocolate; si ella no coincide conmigo en casi nada, y, para colmo, solo come hierbajos (no, si no me cansaré de repetirlo, como una cabra).
Pero ahora estoy en este café esperando desde hace casi una hora, y cada vez que veo una melena negra pasar por delante de los cristales me da un vuelco al corazón y se me ponen unas cosquillas en el estomago...

Ya ha llegado, como siempre ni un beso (en la mejilla, claro, que uno tampoco se atreve a esperar más, y hay que disimular los deseos de bocas devorándose, salivas intercambiándose, manos internándose en los secretos del otro cuerpo, y demás componentes de mis sueños inconfesables). Todo se reduce a un imperceptible movimiento de cabeza a modo de saludo, y a un decepcionante “bueno, me voy que llego tarde a clase”, mientras yo no me atrevo (como siempre) a entregarle el poema que le he dedicado, y decirle, por fin, que ella es mi Albertina particular, y sólo mientras su melena negra a lo Janet Margolin, se dirige ya hacia las escaleras, yo balbuceo un “bueno, ya te llamo”, pago mi café (ella como siempre no ha tomado nada, por lo menos me sale barata), y me dirijo hacia la puerta, imaginando que hoy si me ha besado y me ha dicho que si, que me quería, que era el hombre de su vida, que me deseaba, y que cómo no reservaba una habitación en cualquier hotel, que ella ya iba.

MELANCOLÍA

Pip, pip, pip, piip. Son las ocho de la mañana, las siete en Canarias. Como cada mañana la voz de Francino se derrama por la habitación desde el transistor que está a mi lado
Y me levanto y me voy al gimnasio como cada mañana
Y Silvia, mi rubia y pizpireta fisioterapeuta de ojos azulísimos, que ya se echa sobre mis piernas para facilitarme la correcta realización de los cien abdominales de rigor, divididos en cuatro series de veinticinco: 1...,2...,3...,4..., 5..., al 18 empiezo a notar que me quedo sin aire, y el temor al fracaso se instala en mi mente, al 20 me animo, total pa cinco que quedan, no vas a poder con ellas, vamos hombre, 24..., y 25..., lo conseguí como casi siempre, no se por que me preocupo.
Ahora la rubísima Silvia se va a realizar otros quehaceres por el gimnasio, y yo me quedo tumbado en la mesa recuperándome del esfuerzo, escuchando en el hilo musical ominosas cancioncillas de moda, contando mentalmente hasta 300, que ya he calculado equivale al tiempo exacto que me dejará descansar hasta empezar la segunda serie. Y así todas las mañanas, todos los días.
Y desde allí saludo a otros pacientes que llegan retrasados; a la simpática viejecita que siempre se preocupa por mi salud; a la voluptuosa joven, como me gusta cuando se quita la sudadera, y deja más libre su gloriosa anatomía, que ¡Oh, fatalidad!, parece ignorar que existo; al rebelde y venerable anciano, aquejado de mil achaques, que hace gala de un escepticismo tan sano, como quebrantada parece su salud; a la señora mayor todavía de buen ver que me guiña un ojo, cómplice; al despistado que se ha olvidado apagar el cigarro, y entra buscando un cenicero inexistente; a la alegre pareja joven que lo hacen todo juntos, y que juntos parecen haber compartido un accidente de tráfico, o algo así.
Y ya vuelve Silvia, justo cuando voy por 299, milagrosa precisión la suya; y otra vez a empezar con los dichosos abdominales; se acabaron las ensoñaciones por hoy.
Y ya estoy saliendo del gimnasio, la distancia hasta mi casa es exigua, apenas cruzar la calle; y ya he desarmado la silla, que si no, no cabe en el ascensor; y ya mi padre, abnegado escudero para todo, me insta a levantarme, que si no, no cabemos. Y a comer que grita mi madre, que no se lo que haces en la salita como un pánfilo, mira que horas.
Y llega la tarde, y llega la noche, y pasan los días, monótonos, sin que ella se presente de repente, desafiando al mundo, y me diga, venga, vamos a recuperar el tiempo perdido, vamos solos tu y yo, que la vida es corta, y no me importan ni mi familia, ni tu familia, ni lo que digan unos, ni lo que digan otros, vamos solos, que la vida es un suspiro, y no la hemos disfrutado nada, vamononos, por dios, que no puedo vivir sin ti.
Y ya me toca despertar otra vez, y otra vez volver al gimnasio, y otra vez la pizpireta Silvia, y otra vez los abdominales, y el ascensor, y mi madre, y la comida, y ella que no aparece ni aparecerá, y yo que noto que la vida se me va escapando, inasible, como arena escurriéndose rauda entre los dedos.

Monday, November 05, 2007

PERDEDORES


Daniel A. trabaja por las tardes impartiendo clases de “Introducción al psicoanálisis” para mayores. Como vive en una ciudad cercana se desplaza todos los días en tren. El año anterior ha realizado el mismo trayecto en autocar, pero cansado del desagradable y mareante olor a gasóleo, este año decide efectuar el mismo recorrido en ferrocarril (pierde algún tiempo más, pero se libra del dichoso tufo que le ha llegado a obsesionar). Además en el tren puede estirar las piernas, y observar a su gusto a toda una fauna de seres, que pretende convertir en personajes de esa novela que sabe nunca acabará de escribir (maldita inconstancia). Aunque en los trenes ya no se puede fumar, Daniel, que es un tipo un tanto hipocondríaco, prefiere respirar aire puro y se instala siempre en un rincón de la plataforma, donde sabe que se va a encontrar con los mismos pasajeros de todos los días: Carolina se sube siempre en la primera estación del trayecto, contoneándose con sus caderas rotundas, imponiendo sus andares de diosa, avasallando con su pecho generoso. A Daniel que, aunque es todavía joven, tiene vocación de “viejo verde”, le atrae aquella rubia rozagante, rubensiana, a la que, caballeroso, siempre da la mano para ayudarla a salvar el empinado escalón de acceso al vagón, con la inconfesable esperanza de que se fije en él, mientras se deja envolver por su perfume denso, almizclado, regalándole una de sus mirada azules, o un gracias apenas susurrado con un imperceptible y encantador mohín (si, sabe que su tendencia a enamorarse de todas las mujeres que le sonríen, terminará por convertirse en un problema). Acabará teniendo un papel destacado en esa maldita novela en la que, tiene que reconocerlo a estas alturas, su imaginación se ha atascado.
El “Budy” se sube siempre en la estación siguiente. Bueno, en realidad Daniel sabe que se llama Fermín, pero desde el primer día que ve a aquel joven cuya calva precoz no puede ser disimulada por la melena de rizos pelirrojos que la rodea, le recuerda tanto al famoso cineasta neoyorquino, que desde ese mismo momento, para Daniel, Fermín será siempre el “Budy”. Al “Budy”, Daniel, lo asocia con un ladrón torpe y patético, de esos que dan muy poco miedo y algo de risa (y al que, para colmo, siempre alguien acaba pisoteándole las gafas).
La “ejecutiva” aparece en la penúltima estación antes del destino final. Siempre con prisa, siempre nerviosa, siempre impecable, con su cartera negra, y su abrigo recto que no puede disimular su pequeña estatura. En el rostro la prominente nariz reclama su jerarquía. El peinado se retira en las orejas como si quisiese dejar sitio al móvil del que nunca se separa, y por el que reparte enérgicas órdenes a subalternos invisibles “¡Compra!, ¡Aguanta! ¡Se fastidió, todo a tomar po´l saco, inútiles!
Aunque se conocen de todos los días, raramente hablan: una complicidad silenciosa se ha establecido entre ellos. Daniel sabe que nunca acabará su “novela genial”; Carolina, que no pasará de ser “la cajera que está más buena en el supermercado”; “el Budy” nunca dará el “golpe” que lo jubile joven; y Ana, la ejecutiva, jamás conseguirá el ascenso en el banco, por muchos clientes que engañe con su vana palabrería.