Wednesday, January 17, 2007

EL CIELO S.A.


El zafarrancho aquel de la “Creación”


Aquella tarde los empleados de El Cielo S.A. estaban perplejos. Contra lo que había anunciado anteriormente, y contraviniendo su costumbre, a la que era escrupulosamente fiel desde hacía tantos años, Crisanto de Dios no aparecía. Era el presidente y máximo accionista de aquella empresa que había fundado en tiempos tan remotos, que nadie recordaba a qué se dedicaba antes. Nepomuceno Sanpedro era su capataz y mano derecha, su hombre de confianza, que ejercía ora de portero de la gigantesca finca en la que estaba instalada la empresa, ora de administrador u otras labores, siempre fiel a las instrucciones de su jefe, del que sólo una vez, hacía ya muchos años, se había permitido dudar. Cuando Don Crisanto se había marchado el lunes, había asegurado a todos sus empleados, que, sin falta, volvería como muy tarde el viernes para poner en marcha un plan al que llevaba tiempo dándole vueltas, y que, sin duda, sacaría a la empresa de los apuros, con que, en forma de inesperadas deudas e incomprensibles incumplimientos de contrato, había sido asolada en los últimos tiempos hasta ponerla al borde de la quiebra. El plan tenía un nombre sin duda rimbombante y pretencioso: La Creación.
El caso es que ya era sábado de tarde, y faltaban escasos momentos para llegar al domingo, día que el mismo Don Crisanto, por razones que nadie era capaz de comprender, y más en persona tan obsesivamente laboriosa, había designado como de descanso ineludible.
Pero cuando los nervios de los empleados se habían ya tensado al máximo e incluso el bueno de Nepomuceno había sido comisionado a casa del ausente patrón, Don Crisanto apareció, aunque su aspecto distaba mucho del que tenía acostumbrados a sus empleados. Su habitual distinción parecía haber desaparecido: el cigarrillo rubio usualmente incrustado en una elegante boquilla, había sido sustituido por un enorme puro a medio consumir, que el señor de Dios, se empeñaba a mascar con fruición llenándolo de babas. Caminaba con escasa seguridad, tambaleándose, y mascullando unas casi ininteligibles cancioncillas, “El vino que tiene Asunción ni es blanco, ni tinto ni tiene color” o bien “A mi me gusta el vino pamparabampampan; con el pamparabampampan, con el pimpiribimpimpin al que no le guste el vino es un animal, es un animal” o incluso el socorrido “Asturias patria querida, Asturias de mis amores, quien estuviera en Asturias en todas las ocasiones”. Como sus empleados desconocían hasta ese momento el amor que Don Crisanto le tuviese a la música se quedaron muy extrañados, pero más cuando el “patrón”, contraviniendo definitivamente sus costumbres instaba con lágrimas en los ojos, y pasando sus brazos sobre los hombros de algunos empleados, a que le acompañasen en su desempeño melómano y les ofrecía promesas de amistad eterna, algo que estaba muy lejos de su circunspecto proceder habitual.

Por fin regresó Nepomuceno de su inútil viaje a casa del patrón. Aunque todavía no había cumplido cuarenta años presentaba una incipiente calva, y era un hombre tímido y metódico. Su seriedad era comúnmente apreciada y respetada por los obreros y todo el mundo parecía instarle con la mirada a que le preguntase al patrón qué había pasado con “La Creación”. Superando la paralizante timidez que le atenazaba habitualmente, con un hilo de voz temblorosa, Nepomuceno, que había enrojecido hasta las orejas, acertó a inquirir por fin: “Con todo respeto, Don Crisanto, ¿pero y “La Creación”? ¿No se acuerda? No nos tenga más en ascuas: díganos que vamos a hacer, porque la quiebra nos amenaza de forma irremediable”.
Don Crisanto pareció reflexionar un instante mientras seguía masticando su asqueroso puro. De repente se le iluminó la cara, aquel rostro ahora irreconocible, dónde el pulcro bigote habitualmente tan bien recortado, había sido sustituido por una desordenada e incipiente barba de tres días, y, con los ojillos alegremente iluminados, acertó a decir por fin, o sus empleados consiguieron entender con dificultad: “La Creación, la creación es esto, amigos míos”.

Monday, January 01, 2007

CARTA DE SU MADRE A OTEGUI


Arnaldito, Arnaldito: Sigues igual que de pequeño, cuando cerrabas los ojos si me hacías una trastada de las tuyas, y creías que así no te veía, y te ibas a librar de mis reprimendas. La misma cara de pillo traviesillo, la misma pose de “yo no fui, a mí que me registren”.
¡Cómo me recordaste esos tiempos cuando te vi en la televisión después del atentado, diciendo eso de que total si no había pasado nada!
Yo sé que siempre tuviste la cabeza llena de pájaros, que si querías ser el gran pacificador, que si el Jerry Adams vasco, que si patatín, que si patatán; y mírate ahora, cuando de verdad tenías la oportunidad, nada, que te quedas quieto, y la dejas pasar por delante de tus narices. Si siempre lo decía tu padre: “Este, mucha labia, pero a la hora de la verdad, incapaz de hacer nunca nada. Un comodón, eso es lo que es”. Que a lo mejor resulta que también es culpa nuestra, que ya me temía yo que esa gente con la que andabas de chavalín te acabaría trayendo problemas, que a mí ya no me gustaban un pelo, pero tu siempre con el “no pasa nada, que son buenos chavales, tranquila, amá”, y yo, claro, me ponías esa cara de querubín, y me lo tragaba. Pero ahora, que ya es tarde, me arrepiento, porque a ver cómo te libras de ellos ahora, que como ya me temía yo, acabaron siendo unos pesados y metiéndote en demasiados líos, Arnaldito.
Yo te aconsejaría, quizás con la ingenuidad de una madre que te quiere, que te librases de ellos, que, al fin y al cabo, tampoco les debes nada, y ellos a ti, no te han dado más que problemas y quebraderos de cabeza. A ver si así podemos de una vez respirar tranquilos.