Thursday, December 14, 2006

HOJAS


“Tu dile a Sarabia que digo yo que la nombre, y que la comisione aquí o en donde quiera, que después le explico”


Hojas que se suceden ante ojos ya cansados. Párpados que pugnan por no cerrarse. Montañas de legajos amenazadores, ceñudos. Rutina sofocante. Polvo oficinesco. Montones de papeles inútiles. Sensación de que la vida se escapa, mientras uno pierde el tiempo en quehaceres absurdos. Ahogo. Ganas de escapar, pero falta el valor. Miedo a reprimendas incomprensibles de superiores insoportables. A la vez, cobardía rastrera en su presencia siempre fugaz, siempre hipócritamente alabada, “Como no, encantado, siempre a sus órdenes, señor, me pone a los pies de su señora”. Ganas de vomitar repentinas tras repetir otra vez esta frase u otra tan obsequiosa como ella. Verdadero asco de uno mismo al recordarlo. Odio intenso y repentino hacia ese cliente que, amablemente puntilloso, te recuerda algún error que creías no haber cometido, pero que, al evidenciártelo él, te abochorna haciendo surgir un repentino calor en tu cara. Deseos de desaparecer, de no haber nacido. Alegría inmensurable al recibir una mirada de aprobación del odiado jefe, una simple sonrisa, una hipócrita palmada en la espalda, un falso gesto de ánimo y falsa confraternización, que te hace sentirte el rey de la oficina “Al jefe le gusta lo que hago, después de todo. No, si siempre pensé yo que tenía un buen fondo, que ese despotismo sólo era fachada, y además a mí se nota que me aprecia”. Se evaporan, pues, incluso los intensos deseos de que suene el dichoso timbre que anuncia el fin de la jornada, porque ahora el jefe, que ayer era ese cretino imbécil que se cree el más listo, pero menuda mierda que es, resulta que es tu amigo del alma.
Cuando finalmente suena el timbre, deseos irreprimibles de que pase la tarde, y la noche, y llegue otra vez la mañana, y estar de nuevo sentado en tu mesa, detrás del muro de papeles, legajos polvorientos, oliendo la rancia mugre del papel amontonado, porque quizás el jefe, el bienamado ya, te lanzará una sonrisa furtiva, o quizás, ¿por qué no?, otra palmada de aprobación, y tu te derretirás, como una damisela ante el objeto de su amor.

Sunday, December 10, 2006

VÉRTIGO


Me impulso agarrándola con las manos, y sobrepaso limpiamente la barandilla. Para mi sorpresa no encuentro ninguna resistencia después. Nada me detiene. Caigo con absoluta limpieza, cada vez más rápido, más rápido. Veo como la Uralita de los techos de las naves del patio se acerca cada vez a más velocidad. El impacto parece inminente. Había dado un paso adelante, y sentía ese cosquilleo en el estómago que anunciaba siempre los grandes momentos, los momentos definitivos. Me aterra, y a la vez me atrae de forma extraña. De todas maneras, ya no hay marcha atrás. No hay nada a lo que me pueda agarrar ya. Compruebo, ya es tarde para arrepentirme, que nada podrá detenerme, que el impacto es seguro, que no voy a flotar como alguna vez había absurdamente imaginado. Caigo rápido: al menos este horror durará ya poco. Estúpidamente me preocupan sobre todo los daños seguros que le voy a causar al ferretero del bajo, que es tan buena persona. ¿Cómo mirarle a la cara después de haber atravesado el techo de su negocio, causándole tan cuantiosos daños?

De pronto, un terremoto: alguien me sacude por los hombros, y me salva. Despierto medio atontado, la boca seca y estropajosa. Por unos momentos, brevísimos, mi mente intenta retener lo último soñado, la recurrente pesadilla de la caída, pero es ya tan difusa, que se pierde en la nada, en el aterrador vacío; para siempre perdida ya. Percibo como voy tomando tierra blandamente, con dulzura incluso. Me reconforta esta sensación tras haber pasado por el vértigo atropellado de la caída. Es suave como los brazos de ella, como sus pechos, cántaros de miel que vuelven a prometer mil dulzuras siempre lejanas, pero por el momento, inminentes, próximas, seguras. Aliviado del terror recién superado hundo mi rostro entre esos pechos nutricios (el pánico recién transitado parece darme permiso, y yo lo aprovecho, faltaría más). Mi suerte parece haber cambiado en un instante: De la muerte segura, al cielo recién conquistado, que me niego a abandonar.

Y ya nuestras lenguas se enlazan y se desenlazan, se persiguen y, cuando están apunto de encontrarse, se separan otra vez, para inmediatamente volverse a encontrar. Es una estudiada danza de íntimas caricias que siempre se repite, hasta alcanzar el máximo placer, la total felicidad.

Este cielo de besos, de pieles próximas, de suavidades femeninas que imagino, y ya no sé si podré hacer realidad, es el que me salva diariamente de precipitarme en los abismos de la nada incógnita e infinita, el que certifica mi resurrección de cada mañana.

Tuesday, December 05, 2006

EN LA PLAYA (TORMENTA DE VERANO)

Calidoscopio psicodélico de colores sobre la piel humana en reposo, achicharrándose al sol de agosto; sudor; pieles antes blanquecinas y macilentas, tostándose poco a poco; manos juguetonas introduciéndose bajo telas de escuetas vestimentas ajenas; arena que, inoportuna, hace lo mismo: meterse donde no debe, y además, no es bien recibida. Miradas de deseo; miradas babeantes al botón sonrosado que pugna por escaparse de la tela mínima que pretende ocultarlo, sin conseguirlo del todo; en reciprocidad, al creciente bulto masculino situado en la entrepierna, que casi insinúa una situación indiscreta, irreprimible y asaz inoportuna. Hermoso horizonte verde azulado, donde transitan ociosos veleros, y a donde se dirige la imaginación buscando la deseada libertad, el casi imposible sosiego; olor penetrante a la crema solar de la infancia, que se asocia rápida e inevitablemente con el verano; lenguas voraces que investigan en recovecos quizás inalcanzables; una gota de sudor que se desliza perezosa hasta alojarse por fin en un ombligo acogedor; olor delicioso a tortilla de patatas; mirada voraz (el hambre ha hecho ya su aparición) al bocadillo de jamón que alguien extrae de una tartera; bienestar que provoca la suave brisa marina; aroma de mar que penetra cosquilleando en la nariz, refrescante e incitador, y a la vez una pizca desagradable, pues se mezcla con el hedor dulzón de las algas muertas; súbito impulso al concluir un abrazo con la mujer amada, de levantarse y hacer cabriolas, entrechocando los talones desnudos y todavía rebozados en arena; mirada furtiva a otra pareja que también se desenlaza tras su abrazo, para ir deslizándose hacia el reino del sopor; mirada de complicidad (no está incluido ningún guiño, tampoco hay que exagerar), hacia esa pareja tan diferente, y tan parecida; mano que palpa la arena ardiente; dedos que se cierran tratando, es inútil, de agarrar un puñado compuesto por millones de minúsculos granos que invariablemente se escurren inasibles; ojos que se van cerrando, imposible mantenerlos abiertos; labios que se depositan sobre los párpados de ella, apenas rozarlos, justo antes de perderse en el mundo de los sueños; sed, justo cuando se oye al repartidor ambulante de helados que se aproxima voceando su mercancía, sorteando los cuerpos tendidos en la arena como si fuesen las víctimas de una cruel batalla, sed repentina que ya se mitiga, paladeando el agradable frío de un trozo de hielo con sabor a limón, o algo parecido, que refresca los labios abrasados. //Y, de pronto, una gota cae en el pie, y no, no es del helado que rezuma; el calor desaparece, el horizonte torna su color verde azulado a negrísimo, la brisa agradable se transforma en vendaval amenazador, y la ociosa y aletargada multitud se espabila de repente. Cada cual recoge sus toallas, tumbonas, balones enormes, cremas solares, rastrillos de juguete para la arena, cubos con la misma función, telefonillos portátiles, gafas de sol ya inútiles..., y maldiciendo, cubriéndose con las toallas, que han cambiado de súbito su uso, emprende una atropellada carrera hacia los soportales salvadores de la ciudad, pisándose unos a otros, molestándose, en caótica desbandada, tristes y humillados cual ejército al que un enemigo que sabe más poderoso acaba de inflingir una cruel e inapelable derrota.